Carta al asombrado primer año de Julia

S. Salvador de Cantamuda, 7 de febrero de 1993

Feliz cumpleaños, Julia.

Es la primera vez que has oído esas dos palabras. Es la primera vez que la luz de una vela iluminaba a la vez los mil colores de una tarta y la mirada grande de tus ojos. Es la primera vez que los tuyos te hemos felicitado por haber recorrido las sendas del tiempo.

Y esa primera vez, se ha sumado a tantas otras primeras veces que has vivido en este primer año, Julia. Los adultos nos creemos que un año son sólo doce meses, e incluso decimos que tienes «un añito», como si los primeros años fueran más cortos que los demás. Pero tú, Julia, al llegar a tu primer cumpleaños, has descubierto que 365 días son miles de momentos para asombrarse, para hacer de todas y cada una de las cosas un descubrimiento, una novedad, una mirada clara que aún no ha enturbiado el discurrir por los cauces largos de las tierras bajas.

Sé que todo esto son palabras manidas, y recursos literarios ya gastados, de tanto utilizarlos el ser humano al intentar escribir el por qué de sus amores y de sus preguntas.

Pero es que a mí, Julia, ya se me ha olvidado cómo era el mundo cuando todo era nuevo, cuando aún era primavera, cuando cada luz se veía por primera vez, cuando -como tú- se celebraba el primer cumpleaños.

Y por eso, porque se me han gastado las palabras, porque de tanto intentar describir las cosas las he reducido a frases hechas y viejas, hoy, en tu primer cumpleaños, te pido que me dejes escribirte con tu misma letra, y contarte lo que es el asombro con los mismos renglones que día a día has rellenado en tu primer año de vida.

Déjame, Julia, que a tu lado vuelva a asombrarme -casi sin llegar a la mesa- de que los papeles se puedan romper, y de que sea tan divertido oír su ruido y verles arrugarse en mil formas entre mis dedos.

Déjame que descubra por primera vez el asombro de volver una esquina y descubrir una nueva habitación en la casa de los abuelos, agarrada a unas manos seguras, asomada a la ventana que da a la sierra.

Llévame contigo, Julia. Y me enseñarás lo asombroso de tener pies, y de que la hierba sea blanda, y de que se puedan empujar las sillas, y de que al soplar el aire acaricie tus labios.

Yo no sé si cuando leas esto te acordarás de todo lo que estoy diciendo. Supongo que tendrás que buscar en lo más profundo, no de tu memoria, sino de tu corazón. Pero seguro que allí volverán a aparecer los primeros fuegos artificiales en la noche de San Juan, y los brillos de la lámpara del salón, y el abuelo que te hablaba tan seriamente mientras tú le escuchabas asombrada.

¿Te acuerdas de cómo jadeaste cuando tus manos golpearon la mesa e hicieron ruido? ¿Te acuerdas de cómo abriste los ojos al comprobar que podías abrazar fuerte, muy fuerte, a aquel sedoso dinosaurio?

Es la vida, Julia. La vida que te rodea, que te asalta, que se echa encima de ti como un alud de colores, de formas, de sensaciones, de amores. Es la vida que se te ofrece a cada paso, a cada gesto. Es la vida que está ahí, al alcance de tus manitas, de tu rostro, de tus suspiros.

Tú, Julia, has descubierto cada día un nuevo asombro. Para ti, vivir consiste no sólo en descubrir que no hay nada conocido y que todo es nuevo, sino en asombrarte de ello. No sólo descubres que las rodillas de papá pueden convertirse en un caballo mágico mientras te tararea una marcha militar, sino que te asombras de ello. Y es ese asombro el que te llena de gozo, el que hincha tu ser y lo llena de infinito, el que te empuja a seguir buscando con los ojos, con las manos, con la boca, con todos los poros de tu alma. Lo que descubres alimenta tu cabeza. Pero el asombro alimenta tu corazón. Y es ese asombro el que te enseña el amor.

Durante este año, Julia, has vivido en el regalo del mundo. El regalo de un universo que los adultos nos afanamos por conocer y ante el que tú has preferido asombrarte.

En el fondo, Julia, has vivido la experiencia de aquel Dios que se paseaba por un mundo recién estrenado y que, con una sonrisa de felicidad, se iba diciendo: «todo es bueno, todo es bueno».

Como ves, Julia, aún no soy capaz de escribirte un cuento. Te lo decía en la carta que te mandé nada más nacer, hace ahora un año. Y te lo vuelvo a repetir ahora: ningún cuento sería posible para ti, al menos todavía. Los cuentos son las horas de ese país al que los hombres viajamos de vez en cuando para descubrir la auténtica verdad, que dejamos perdida en algún recodo de aquella época en la que aún nos dejábamos empapar por el asombro de la vida. Pero tú, Julia, todavía te maravillas de lo grande de las puertas y del ruido del agua que se zambulle gorjeante en el sumidero. Cualquier cuento que te contara sería tu vivir de cada día. Y entonces no sería un cuento.

Por eso te escribo una carta, una carta de adulto. Una carta que para ti es lejana y desconocida. Y mientras yo intento, sin lograrlo, buscar imágenes poéticas, palabras que no se repitan aunque quieran decir lo mismo, y formas de construcción que concorden el contenido con la forma, tú Julia, te limitas a dejar que te golpeen con su asombro las imágenes cambiantes de las primeras olas, las palabras rítmicas del primer tren que pasó a tu lado, y las formas frescas del agua corriendo por tu cara en la primera piscina. Mientras yo te escribo una carta, tú, Julia, me cuentas el cuento único e imposible de escribir del asombro de la vida.

Es, pues, el momento de ir acabando esta carta. Cualquier editor me diría que es demasiado corta para publicarla en un libro que se precie de normal y de ser como dios (con minúscula) manda. Pero gracias a Dios (esta vez el de verdad, el bueno), tú no eres mi editor, y la longitud de esta carta no la determina ningún mercado, sino tus ojos que se van cerrando y que me indican que por hoy has tenido suficiente embriaguez de asombros, y que ya no te caben más en tu cuerpo de un año y en tu alma de eternidad.

Que sea así, Julia. Duerme. Apagada quedó la vela del primer cumpleaños, y doblado está el disfraz de limón del primer carnaval. Duerme en las alas de las primeras cosquillas, y de la primera vez que probaste el foie-gras. Duerme, y vuelve a asombrarte de la gente llenando la plaza al pie de tu balcón, y de los dibujos animados en la televisión, y de cómo se mueve la fregona, y de lo terrible que resulta ver a la aspiradora correr.

Duerme. Duerme para seguir velando asombrada hasta que vuelva a escribirte. Quizá para entonces tus asombros, los asombros de Julia, ya no sean tantos. Y, sobre todo, de aquí a un año habrás empezado a llamarlos por su nombre. Ahora, a todos les llamas con la misma palabra: «¡oh!»; ese «¡oh!» que todos vemos escrito igual pero que sólo sabemos cómo lo pronuncias aquellos que te queremos. Y aunque me parece que tú dices más con ese «¡oh!» que nosotros con todas las palabras que tú vas a aprender en el año que ahora empiezas, supongo que será necesario que recorras ese camino.

Llamar a las cosas por su nombre hará que sean tuyas, que puedas usarlas, que puedas cambiarlas, y -si así lo deseas- que puedas dejarlas. Eso no es ni malo ni bueno. Simplemente es vivir. Pero correrás el riesgo de dejar de asombrarte ante esa vida. Correrás el riesgo de que, al saber el nombre de cada cosa, pierdas el sutil hilo de luz que las une a todas. Ese hilo de luz que ve a cada paso tus ojos muy abiertos, tu boca redonda como tu «¡oh!», tus manos que se lanzan a tocar como una prolongación del alma, tu ser entero que vibra ante la vida que estalla de vida. Ese hilo de luz, en fin, que los mayores llamamos con esa palabra que te he repetido tantas veces en estos folios y a la que soy incapaz de encontrar otra que la sustituya: asombro.

Pero, mientras tanto, mientras tú vas caminando hacia tu segundo cumpleaños y yo voy dejando que en mi corazón germine -suave pero dolorosamente- una nueva carta, déjame que -aunque ya estés casi dormida- te coja en brazos y me cuentes otra vez aquél asombro del reloj de cuco.

¿Cómo era Julia? ¿Cómo era aquella casita de madera, con hojas de arce y piñas de cedro? ¿Cómo era aquél momento insospechado en que un pájaro blanco y con el pico rojo aparecía de la nada y lanzaba por todo el salón su saludo de cuco, corto, intenso, campanilleante, agudo, mágico? ¿Como era ese asombro repentino que te hacía volver la cabeza, que te obligaba a dejar cualquier cosa que estuvieras haciendo, que te dejaba sin respiración y te inmovilizaba, que te hacía abrir los ojos, la boca y el corazón más que nunca?

¿Cómo era, Julia, aquél instante que hizo -por primera vez en tu vida- que los asombros tuvieran nombre, y que lo que hasta entonces había sido «¡oh»!, empezara a ser «¡gugo!»?

No te duermas, Julia, sin contármelo. Mírame a los ojos, y mientras te rindes confiada en mis brazos, enséñame a asombrarme ante cada momento de esta vida llamándoles a todos por un sólo nombre. Enséñame, asombrada Julia ante el cuco de la casa de los abuelos, que en el fondo del asombro por todas las cosas, está el asombro primero de algo que nos sedujo, se nos metió dentro, y ya no podemos dejar.

Enséñame, Julia dormida tras tu primer cumpleaños, cómo se llama el Asombro que late en todos los asombros. Dímelo tú, que pusiste a cada asombro que descubrías, el nombre del único Asombro que te descubrió a ti. Dímelo, niña Julia. Para que yo, que he crecido, vuelva a asombrarme como tú, y tenga un sólo Nombre para todas las cosas, y una sola Palabra para todas las palabras, y un sólo Asombro que devuelva a cada cosa y a cada historia su asombro más profundo.

Feliz cumpleaños, Julia. Que el cuco vele tu sueño. Y que mañana su canto te vuelva a asombrar, para que en cada cosa lo veas, y en cada jirón de la vida vuelvas a ver su cuerpo blanco como la luz de un resucitado, su pico rojo como un costado abierto, su canto pleno como el de una Buena Noticia.

Feliz cumpleaños, asombrada Julia. Feliz cumpleaños a todas las asombradas Julias de cualquier lugar, de cualquier tiempo, de cualquier amor.

[autor: @Mochilados]

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