Carta al asombrado primer año de Julia

S. Salvador de Cantamuda, 7 de febrero de 1993

Feliz cumpleaños, Julia.

Es la primera vez que has oído esas dos palabras. Es la primera vez que la luz de una vela iluminaba a la vez los mil colores de una tarta y la mirada grande de tus ojos. Es la primera vez que los tuyos te hemos felicitado por haber recorrido las sendas del tiempo.

Y esa primera vez, se ha sumado a tantas otras primeras veces que has vivido en este primer año, Julia. Los adultos nos creemos que un año son sólo doce meses, e incluso decimos que tienes «un añito», como si los primeros años fueran más cortos que los demás. Pero tú, Julia, al llegar a tu primer cumpleaños, has descubierto que 365 días son miles de momentos para asombrarse, para hacer de todas y cada una de las cosas un descubrimiento, una novedad, una mirada clara que aún no ha enturbiado el discurrir por los cauces largos de las tierras bajas.

Sé que todo esto son palabras manidas, y recursos literarios ya gastados, de tanto utilizarlos el ser humano al intentar escribir el por qué de sus amores y de sus preguntas.

Pero es que a mí, Julia, ya se me ha olvidado cómo era el mundo cuando todo era nuevo, cuando aún era primavera, cuando cada luz se veía por primera vez, cuando -como tú- se celebraba el primer cumpleaños.

Y por eso, porque se me han gastado las palabras, porque de tanto intentar describir las cosas las he reducido a frases hechas y viejas, hoy, en tu primer cumpleaños, te pido que me dejes escribirte con tu misma letra, y contarte lo que es el asombro con los mismos renglones que día a día has rellenado en tu primer año de vida.

Déjame, Julia, que a tu lado vuelva a asombrarme -casi sin llegar a la mesa- de que los papeles se puedan romper, y de que sea tan divertido oír su ruido y verles arrugarse en mil formas entre mis dedos.

Déjame que descubra por primera vez el asombro de volver una esquina y descubrir una nueva habitación en la casa de los abuelos, agarrada a unas manos seguras, asomada a la ventana que da a la sierra.

Llévame contigo, Julia. Y me enseñarás lo asombroso de tener pies, y de que la hierba sea blanda, y de que se puedan empujar las sillas, y de que al soplar el aire acaricie tus labios.

Yo no sé si cuando leas esto te acordarás de todo lo que estoy diciendo. Supongo que tendrás que buscar en lo más profundo, no de tu memoria, sino de tu corazón. Pero seguro que allí volverán a aparecer los primeros fuegos artificiales en la noche de San Juan, y los brillos de la lámpara del salón, y el abuelo que te hablaba tan seriamente mientras tú le escuchabas asombrada.

¿Te acuerdas de cómo jadeaste cuando tus manos golpearon la mesa e hicieron ruido? ¿Te acuerdas de cómo abriste los ojos al comprobar que podías abrazar fuerte, muy fuerte, a aquel sedoso dinosaurio?

Es la vida, Julia. La vida que te rodea, que te asalta, que se echa encima de ti como un alud de colores, de formas, de sensaciones, de amores. Es la vida que se te ofrece a cada paso, a cada gesto. Es la vida que está ahí, al alcance de tus manitas, de tu rostro, de tus suspiros.

Tú, Julia, has descubierto cada día un nuevo asombro. Para ti, vivir consiste no sólo en descubrir que no hay nada conocido y que todo es nuevo, sino en asombrarte de ello. No sólo descubres que las rodillas de papá pueden convertirse en un caballo mágico mientras te tararea una marcha militar, sino que te asombras de ello. Y es ese asombro el que te llena de gozo, el que hincha tu ser y lo llena de infinito, el que te empuja a seguir buscando con los ojos, con las manos, con la boca, con todos los poros de tu alma. Lo que descubres alimenta tu cabeza. Pero el asombro alimenta tu corazón. Y es ese asombro el que te enseña el amor.

Durante este año, Julia, has vivido en el regalo del mundo. El regalo de un universo que los adultos nos afanamos por conocer y ante el que tú has preferido asombrarte.

En el fondo, Julia, has vivido la experiencia de aquel Dios que se paseaba por un mundo recién estrenado y que, con una sonrisa de felicidad, se iba diciendo: «todo es bueno, todo es bueno».

Como ves, Julia, aún no soy capaz de escribirte un cuento. Te lo decía en la carta que te mandé nada más nacer, hace ahora un año. Y te lo vuelvo a repetir ahora: ningún cuento sería posible para ti, al menos todavía. Los cuentos son las horas de ese país al que los hombres viajamos de vez en cuando para descubrir la auténtica verdad, que dejamos perdida en algún recodo de aquella época en la que aún nos dejábamos empapar por el asombro de la vida. Pero tú, Julia, todavía te maravillas de lo grande de las puertas y del ruido del agua que se zambulle gorjeante en el sumidero. Cualquier cuento que te contara sería tu vivir de cada día. Y entonces no sería un cuento.

Por eso te escribo una carta, una carta de adulto. Una carta que para ti es lejana y desconocida. Y mientras yo intento, sin lograrlo, buscar imágenes poéticas, palabras que no se repitan aunque quieran decir lo mismo, y formas de construcción que concorden el contenido con la forma, tú Julia, te limitas a dejar que te golpeen con su asombro las imágenes cambiantes de las primeras olas, las palabras rítmicas del primer tren que pasó a tu lado, y las formas frescas del agua corriendo por tu cara en la primera piscina. Mientras yo te escribo una carta, tú, Julia, me cuentas el cuento único e imposible de escribir del asombro de la vida.

Es, pues, el momento de ir acabando esta carta. Cualquier editor me diría que es demasiado corta para publicarla en un libro que se precie de normal y de ser como dios (con minúscula) manda. Pero gracias a Dios (esta vez el de verdad, el bueno), tú no eres mi editor, y la longitud de esta carta no la determina ningún mercado, sino tus ojos que se van cerrando y que me indican que por hoy has tenido suficiente embriaguez de asombros, y que ya no te caben más en tu cuerpo de un año y en tu alma de eternidad.

Que sea así, Julia. Duerme. Apagada quedó la vela del primer cumpleaños, y doblado está el disfraz de limón del primer carnaval. Duerme en las alas de las primeras cosquillas, y de la primera vez que probaste el foie-gras. Duerme, y vuelve a asombrarte de la gente llenando la plaza al pie de tu balcón, y de los dibujos animados en la televisión, y de cómo se mueve la fregona, y de lo terrible que resulta ver a la aspiradora correr.

Duerme. Duerme para seguir velando asombrada hasta que vuelva a escribirte. Quizá para entonces tus asombros, los asombros de Julia, ya no sean tantos. Y, sobre todo, de aquí a un año habrás empezado a llamarlos por su nombre. Ahora, a todos les llamas con la misma palabra: «¡oh!»; ese «¡oh!» que todos vemos escrito igual pero que sólo sabemos cómo lo pronuncias aquellos que te queremos. Y aunque me parece que tú dices más con ese «¡oh!» que nosotros con todas las palabras que tú vas a aprender en el año que ahora empiezas, supongo que será necesario que recorras ese camino.

Llamar a las cosas por su nombre hará que sean tuyas, que puedas usarlas, que puedas cambiarlas, y -si así lo deseas- que puedas dejarlas. Eso no es ni malo ni bueno. Simplemente es vivir. Pero correrás el riesgo de dejar de asombrarte ante esa vida. Correrás el riesgo de que, al saber el nombre de cada cosa, pierdas el sutil hilo de luz que las une a todas. Ese hilo de luz que ve a cada paso tus ojos muy abiertos, tu boca redonda como tu «¡oh!», tus manos que se lanzan a tocar como una prolongación del alma, tu ser entero que vibra ante la vida que estalla de vida. Ese hilo de luz, en fin, que los mayores llamamos con esa palabra que te he repetido tantas veces en estos folios y a la que soy incapaz de encontrar otra que la sustituya: asombro.

Pero, mientras tanto, mientras tú vas caminando hacia tu segundo cumpleaños y yo voy dejando que en mi corazón germine -suave pero dolorosamente- una nueva carta, déjame que -aunque ya estés casi dormida- te coja en brazos y me cuentes otra vez aquél asombro del reloj de cuco.

¿Cómo era Julia? ¿Cómo era aquella casita de madera, con hojas de arce y piñas de cedro? ¿Cómo era aquél momento insospechado en que un pájaro blanco y con el pico rojo aparecía de la nada y lanzaba por todo el salón su saludo de cuco, corto, intenso, campanilleante, agudo, mágico? ¿Como era ese asombro repentino que te hacía volver la cabeza, que te obligaba a dejar cualquier cosa que estuvieras haciendo, que te dejaba sin respiración y te inmovilizaba, que te hacía abrir los ojos, la boca y el corazón más que nunca?

¿Cómo era, Julia, aquél instante que hizo -por primera vez en tu vida- que los asombros tuvieran nombre, y que lo que hasta entonces había sido «¡oh»!, empezara a ser «¡gugo!»?

No te duermas, Julia, sin contármelo. Mírame a los ojos, y mientras te rindes confiada en mis brazos, enséñame a asombrarme ante cada momento de esta vida llamándoles a todos por un sólo nombre. Enséñame, asombrada Julia ante el cuco de la casa de los abuelos, que en el fondo del asombro por todas las cosas, está el asombro primero de algo que nos sedujo, se nos metió dentro, y ya no podemos dejar.

Enséñame, Julia dormida tras tu primer cumpleaños, cómo se llama el Asombro que late en todos los asombros. Dímelo tú, que pusiste a cada asombro que descubrías, el nombre del único Asombro que te descubrió a ti. Dímelo, niña Julia. Para que yo, que he crecido, vuelva a asombrarme como tú, y tenga un sólo Nombre para todas las cosas, y una sola Palabra para todas las palabras, y un sólo Asombro que devuelva a cada cosa y a cada historia su asombro más profundo.

Feliz cumpleaños, Julia. Que el cuco vele tu sueño. Y que mañana su canto te vuelva a asombrar, para que en cada cosa lo veas, y en cada jirón de la vida vuelvas a ver su cuerpo blanco como la luz de un resucitado, su pico rojo como un costado abierto, su canto pleno como el de una Buena Noticia.

Feliz cumpleaños, asombrada Julia. Feliz cumpleaños a todas las asombradas Julias de cualquier lugar, de cualquier tiempo, de cualquier amor.

[autor: @Mochilados]

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Carta a Julia recién nacida

S. Salvador de Cantamuda, 7 de febrero de 1992

Querida Julia:

Si estás leyendo esto, si son tus ojos los que recorren estas líneas y son tus manos las que sostienen este viejo cuaderno[1], significa que habrá pasado mucho tiempo desde que esta carta se escribió.

Significará también que ya sabrás que yo, tu tío, me decido a escribir, además de a otras muchas cosas igual de raras y de poco frecuentes.

Significará, en fin, que habrás celebrado muchos sietes de febrero recordando aquél de 1992 en que tú naciste y en que yo te escribo esta carta.

Quizá de niña hayas leído ya alguno de mis cuentos. Pero esta carta tardarás en leerla. Porque para entenderla tendrás que haber recorrido ya muchos de los caminos de este planeta, y tendrás que haber conocido mucho de lo mejor y algo de lo peor que tenemos esos asombrosos personajes que somos los seres humanos.

Cuando me he enterado hoy de que has nacido, inmediatamente cerré los ojos y entré en ese lugar que tenemos todos en lo más profundo, y del que salen los mejores amores y también las más esquinadas amarguras. Entré ahí, en lo hondo, porque es ahí donde nacen también los cuentos. Y yo quería escribirte un cuento hoy, el día que has nacido, el día en que -por vez primera- tus padres han podido mirar, acariciar y besar un largo sueño de nueve meses.

Quería escribirte un cuento. Incluso pensaba escribirte uno en que tú fueras la protagonista. Tus padres, en forma de gatos, fueron los actores de una pequeña leyenda que les escribí. Un amigo mío es un lobo en una historia que me salió algo triste. Y mis padres, tus abuelos Enrique y Loreto, han adoptado las más diversas formas en la larga Poesía del Dar y el Recibir que ha sido y es nuestra vida.

Pero, cuando me he puesto a la tarea, me he dado cuenta de que no voy a ser capaz de escribirte un cuento. Más adelante quizá, pero hoy no. ¿Qué cuento te podría escribir hoy? Todos se quedarían demasiado cortos para decirte cómo es el lugar de mi corazón donde has entrado y te has quedado, como si fueras de ahí de toda la vida.

¿Qué cuento, Julia, te podría inventar hoy? ¿El de «La Estrella que tenía sueño»? ¿El de «El Delfín que montó un Tío-Vivo»? Quizá el de «La Puerta que sólo dejaba entrar», o aquél de «Los Ositos que buscaban el Mar», o aquél otro -un poco amargo- de «El Niño que descubrió la verdad». ¡Qué sé yo! Todos los cuentos que se me ocurren los estás tú contando ahora, y mucho mejor que yo, incluso mucho mejor de lo que volverás a contarlos en tu vida.

Hoy no puedo contarte un cuento. Del mismo modo que no se puede mirar directamente al sol, o intentar cantar en lo profundo del océano, o hacer un discurso cuando te miran los ojos del amado.

Es cierto que muchos escritores lo han hecho. Son muchos los que han puesto letra, verso o canción al nacimiento de un nuevo hombre o de una nueva mujer. Hasta es posible que tu madre te haya dicho, bajito y al oído, los versos que Juan Goytisolo compuso con tu nombre: «Palabras para Julia».

Pero yo no puedo hoy escribirte nada de eso. Y sólo puedo escribirte una carta. Es cierto que los cuentos son más bonitos que las cartas. Pero también es verdad que, cuando lees un cuento, siempre parece que se escribió hace mucho. Y una carta, en cambio, se lee una y otra vez como si se acabara de abrir.

Y además, Julia, quisiera que esta carta fuera algo especial. Algo especial porque, aunque tardarás en leerla, yo te la estoy escribiendo ahora, cuando ni siquiera te he visto todavía. Y cuando vaya a verte a Barcelona te la leeré. Porque sé que la escucharás. Porque sé que ahora, cuando aún no has empezado casi a crecer, es cuando puedes comprenderla, antes de que entres en ese largo sueño de la niñez en el que ya sólo te podrá leer cartas Peter Pan.

Por eso te escribo ahora esta carta, Julia. Cuando todavía estoy a tiempo de entrar en tu corazón, y dejar allí mi sueño para ti.

Mira, Julia: el cuadernillo que tienes entre tus manos está hecho con papel reciclado y ecológico. Y espero que, cuando leas esas dos palabrejas te preguntes por qué te digo esto. Porque eso será señal de que en tu presente, que es hoy mi futuro, el ser humano habremos aprendido a ser un latido más de la Vida que nos rodea en los árboles, los cielos, las montañas y las aguas. Será señal de que ya no estaremos empeñados en derrumbar la única Casa que tenemos desde el principio de los tiempos y que nos tiene que durar como Hogar hasta el final.

Por otra parte, esta carta está escrita en un ordenador oersonal, utilizando el procesador de textos más potente que tenemos hoy en día. Y si, cuando leas esto, ves normal la unión de Papel Ecológico y Alta Tecnología, significará que habremos aprendido a poner al servicio de las personas los conocimientos y las sabidurías, y no al revés.

Pero hay más cosas. Si esta carta llega hasta tus manos, significará que ha sido guardada por tus padres junto a tus primeras fotos, junto a aquél dibujo, y junto a la concha que cogiste en la playa. Y eso significará que de Juan, tu padre, y de Clara, tu madre, habrás aprendido qué es eso del Amor. En tus padres habrás visto el poder del Amor, y también su debilidad, su grandeza y su día a día, su seguridad y su temblor.

Esta carta, Julia, es también una herencia. Porque, mejor o peor escrita, esta carta te recuerda que en tus venas llevas sangre de escritores, de escultores, de músicos. Llevas la sangre que le hace a tu madre hacer esas fotos y a tu padre esos dibujos pequeñitos. Es verdad que también llevas sangre de nobles y de conquistadores. Pero espero que eso importe ya muy poco cuanto tú leas esto. Espero que, entonces, la Belleza valga más cara que las Armas, regalarse una flor sea lo normal cuando dos naciones se peleen, y -aunque no se sepan hacer ecuaciones de segundo grado- se puedan aprobar las Matemáticas recitando una poesía.

También te puedo decir hoy, cuando te escribo esta carta, que el periódico estaba lleno de noticias de gente muy importante y -poe lo que se ve- muy preocupada en cuarenta mil cosas. Pero que, entre todas las noticias de uno y otro lado, hay que reconocer que no salía tu nacimiento. Como dice Sabina (un cantante de mi época): «hoy amor, igual que ayer, como siempre, el diario no hablaba de ti ni de mí». Pero quizá también eso sea distinto en el futuro, en tu presente. Quizá para entonces la primera página de los diarios sea que ha nacido una niña llamada Julia, o que a un anciano se le llenaron los ojos de lágrimas al mirar su foto de bodas, o que se vio por el parque a un niño riendo no se sabe de qué, o que una golondrina se posó en mi ventana.

Y si no es así, Julia, si los periódicos siguen destacando en titulares el discurso de aquél político contra el gobierno o la enésima conferencia de paz del Oriente Medio, entonces escribe tú tus propias noticias. En la portada de este cuaderno te dejo lo suficiente para que lo hagas: unos lápices de colores, porque hay cosas que quedan mejor escritas en el arco iris; un bocadillo de queso, que no hace falta más para que el cuerpo responda al mandato del alma; y un cuaderno abierto, siempre abierto, para que quepa tanto gozo. También hay dos pequeños lápices juntando sus naricillas. Pero, por la edad que tendrás cuando leas esto, estarás muy cerca de comprender eso por ti misma.

Tampoco te quiero engañar, Julia. Si te fijas en la portada de esta carta, también verás algunas hojas rotas, que se han perdido de los cuadernos en que vivían. Lo único que te pido es que, aunque sean viejas y feas y parezca que ya no te sirven para nada, no las tires a la papelera. Todo ser humano tiene que, tarde o temprano, hacerse una pregunta que no tiene respuesta: la pregunta sobre el dolor. No sabemos por qué hay sufrimiento, por qué la mayoría de la humanidad muere injustamente, por qué hay tan pocos sentados a la mesa del bienestar, por qué ir por la vida con los brazos abiertos sirve para que te abracen pero también para que te abofeteen. No sabemos nada de todo eso. Y cuando yo te escribo esta carta, lo peor es que cada vez huimos más de esa pregunta. Y acallamos los gritos de los que sufren con mil ruidos, mil carreras, mil objetos, y -en el fondo- mil huidas.

Algunos, aunque tampoco tenemos la explicación última de las llagas del hombre, intuimos que la respuesta está en que esas llagas sean la herida siempre abierta de Jesús de Nazaret. Una herida que, algunos, creemos se ha convertido en el triunfo final de la Vida sobre todo llanto, sobre todo luto y sobre toda muerte. Yo estoy entre esos algunos. Y te lo tenía que decir porque no habría sido honrado callármelo. Pero también sé que, aun antes de que yo te lo haya dicho, ese Jesús habrá llegado ya a ti, te habrá llamado por tu nombre y se habrá sentado a tu vera. Que tú le veas o no es posible que, después de todo, no sea tan importante. A fin de cuentas, si es verdad lo que creo, todo lleva su nombre: unos le llaman Dios y a otros se le llenan los ojos de lágrimas.

En cualquier caso, Julia, la verdad es que ni siquiera puedo garantizarte que esta carta te llegue. Ninguno de los habitantes de este planeta, con todo nuestro poder y con toda nuestra ciencia, somos quienes para asegurar cómo es el camino ni siquiera unos pocos metros más allá de donde estamos. Yo no puedo saber si esta carta se la comerá un gato, o si se perderá en una mudanza, o si desaparecerá misteriosamente sin que nadie sepa dónde está (con los años que tienes, ya habrás descubierto que las casas son mágicas, y que hay cosas que se volatilizan del sitio donde se dejaron).

Tampoco puedo saber si, cuando tengas edad para leer estas líneas, lo harás; o si te dormirás en el primer renglón, o si te llamará el novio en ese momento, o si te habrás ido a vivir a la Polinesia, o si habrás llegado a la conclusión de que tu tío es un tanto estrafalario y esta carta es una tontería (lo primero es verdad, lo segundo no).

Porque no puedo saber hoy cuál va a ser tu camino; porque no hay poder humano o divino que pueda predestinar los senderos de tu corazón; porque se nos puede quitar la libertad de las manos pero no la del espíritu; porque como dice Serrat (otro cantante de mi época, pero de tu tierra) nada ni nadie puede impedir que sufras, que las agujas avancen en el reloj, que decidas por ti misma, que te equivoques, que cambies y que -un día- nos digas adiós… por todo eso, Julia, déjame confiarte un secreto: es igual que leas esta carta o que no la leas.

Es igual porque esta carta tampoco es mía. Esta carta es hija de las miles de cartas que yo he recibido en la vida. Las miles de cartas que he recibido yo, y tu padre, y tu madre, y todos los que -entre esperanzas y angustias- corremos la carrera que nos ha tocado en el estadio cósmico de la historia. Y no sé si leerás esta carta, pero sí sé que recibirás todas esas otras.

Tú también cruzarás el espejo con Alicia, y viajarás por los planetas con el Principito, y recibirás los tres regalos buenos y el regalo malo de la Bella Durmiente. Tú tendrás la suerte de ser de esos pocos elegidos que tuvimos por tío a Jacinto, por compañero a Akela, y por horizonte a Moby Dick. Tú, Julia, por la familia que tienes, por el lugar y el año en que has nacido, podrás volar en la bandada de Juan Salvador Gaviota, y podrás escoger entre el Poder y la Gloria, y viajarás -ojalá así lo quieras- hacia la segunda estrela a la derecha y, luego, todo recto hasta el amanecer.

Acuérdate siempre de esto, Julia: cuando la vida te sonría y el pecho se te llene de gozos, mira a tu alrededor y descubrirás a un pequeño Hobbit, o a un Niño que viaja de los Apeninos a los Andes, o la casa del Abuelo en la montaña; y en los momentos negros, por oscuro que sea el pozo, siempre podrás ver brillar la Estrella del Hada, la enseña de los Mosqueteros, o el monóculo de William Fogg.

Querida Julia: es ya muy tarde. La noche ha caído sobre estas montañas en que vivo. Desde mi ventana veo el robledal como una sombra que se mueve en muchas formas, al soplo de un suave viento. No hay luna. Has nacido en luna nueva, como queriendo que fuera tu carita lo más radiante en esta noche de febrero.

Ojalá muchas lunas distintas iluminen el cuento de tu vida. Ese cuento que tu tío no ha sabido escribirte. Ese cuento que irás entretejiendo con todos los cuentos de todas las épocas y de todos los niños.

Ese cuento que un día pondrá la palabra «fin». Pero que, como en todos los cuentos, seguro que será un final feliz.

Así te lo desea, y así lo pide al Dios de todos los hombres, tu tío

@Mochilados

[1] Este escrito se entregó encuadernado a los padres de Julia. Tenía, y tiene, una portada con algunos dibujos a los que se verá que va a hacer referencia el texto.

[autor: @Mochilados]

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No entiendo a los crackers

Y digo que no entiendo a los crakers por aquello de mantener la distinción, que sé cierta, entre crackers y hackers. Aunque quizá de lo que quiera hablar hoy sea de un lamer estúpido, pero puñetero.

En todo caso, no entiendo a cualquier canalla -informático en este caso, pero aplicable tristemente a la vida en general y en cualquier ámbito y estrato social- que se divierte mucho haciendo daño porque sí, y, encima, haciendo daño a gente que no tenemos ningún poder, ninguna fuerza, nigún control sobre nada.

Un grupillo de gente, que solemos movernos en ámbitos sociales y políticos, mantenemos desde hace un año una página web, la de Paz y Justicia. Nos cuesta el dinero del alojamiento y tal, pero bueno, no nos importa si a alguien le sirve. Si se mira esa página, se ve que no tiene nada de malo: la página inicial es una recopilación de las distintas propuestas ciberactivistas que sacan a la red organizaciones defensoras de los derechos humanos; y el resto de las páginas son enlaces -clasificados por temas- a muchos contenidos solidarios de la red. Y, además de eso, hay (bueno, en estos momentos hay que decir «había») un foro. Un foro donde quien quería opinaba, colgaba información, aportaba documentos…

Pues un imbécil se ha cargado el foro. Me niego a llamarle «pirata informático», porque los piratas, al menos, se jugaban el pellejo. Y estos memos lo único que se juegan es estar tan tranquilitos delante de su ordenador, comprarse una revista sobre hackers, y dedicar su tiempo (¿no tienen otra cosa que hacer, un amigo a quien llamar, un libro que leer, un paisaje que disfrutar, un paseo que gozar, una lágrima de otro que secar…?) a jorobar a otros.

Y eso nos pasó: el cracker, hace una semana más o menos, no sólo ha cambiado la portada del foro, sino que se ha dedicado a borrar todo lo que había escrito. Para rematar, a saber qué ha hecho y manipulado, pero el caso es que es imposible subir al foro la copia de seguridad que hacíamos periódicamente.

Y todo eso, ¿para qué? ¿Qué ha ganado este tipejo? ¿De verdad que le ha dado algo el haber puñeteado a otros? ¿En serio que hay gente que puede encontrar gozo en hacer daño así, porque sí?

Bueno, ya sé que la respuesta a esas preguntas es que sí, que claro que hay gente así, y que, como decía, la hay tanto en las altas esferas del poder como en el camino cotidiano del día a día.

Pero no sé, quisiera seguir creyendo que no es así, que hay alguna razón, que a lo mejor es que viven una realidad social muy dura, o que no saben lo que es tener amigos y amigas, o que les zurraron de pequeños, o que tienen la autoestima a nivel 0, o que les patinan las neuronas y les vendría bien un siquiatra…

Yo qué sé. Cualquier cosa… menos creer que alguien se siente feliz haciendo daño a otros.

Tanto tiempo

Hace siglos que no escribo nada en el blog. A saber por qué ha sido precisamente hoy cuando me pongo a pergeñar estas líneas después de tanto tiempo.

Tanto tiempo. Tanto tiempo sin escribir, pero no sin vivir, claro. Tanto tiempo en el que han pasado tantas cosas, tantas historias, tantos rostros, tantos besos, tantos dolores (o dolorcillos, no sé). Tiempo en el que este diario ha estado vacío, sin que lo que pasaba (me pasaba, nos pasaba, les pasaba) dejara aquí nada reflejado. Pero tanto tiempo en que sí que han quedado reflejos, decenas de reflejos, en sitios, en personas, en folios, en corazones, en paisajes…

Es curioso esto de tener un diario. Escribas o no, está ahí. En blanco, dispuesto, como puro receptor, en la generosidad y gratuidad pura del que dice: «aquí estoy, haz conmigo lo que quieras: hagas lo que hagas, incluso aunque no hagas nada, yo estoy aquí, para lo que quieras».

En fin. Espero ser más fiel a este blog. No es fácil porque mucho tiempo se lo lleva la página web de Paz y Justicia. Pero espero sacar algún tiempito. Sin que pase tanto tiempo…

Aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas…

Cuando muere alguien, uno de los varios dolores que acechan a los que seguimos vivos es que hay un montón de cosas que se quedan a medias.

Y no me refiero a esa sensación que tienen algunos de que “no hice por él/ella todo lo que podía haber hecho”. No, no es eso, al menos en mi caso. Mi madre murió hace 4 años y mi padre hace 15 días. Y claro que sé que podíamos haber hecho muchísimas más cosas de las que hicimos. Pero no tengo ninguna conciencia de que todo eso que no hicimos fuera por dejadez o falta de cariño. No.

A lo que me refiero es a, en estremecedora frase de Serrat, “aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”.

Estos días me surgen esas «pequeñas cosas» constantemente. Y, de ellas, quiero dejar constancia en esta bitácora de dos que podrán parecer una bobada, pero que me ponen un nudo en la garganta.

En el verano del 98, fui con unos amigos a visitar unos pueblos “cacharreros” de Zamora, con una antiquísima tradición de trabajo de cacharros de barro. Como a mi madre le encantaban todas esas cosas (mi casa parece una exposición de cerámica), le compré dos piezas artesanales de barro, pensando regalárselas el 21 de noviembre, su cumpleaños. Mi madre murió el 12 de octubre. Los dos cacharros los tengo aún, en una estantería de mi casa. No sé qué hacer con ellos. Cuando los miro se me viene un mundo encima.

Lo de mi padre es más simple aún. Desde que murió mi madre, cogí la costumbre de –aparte de los muchos días que me acercaba a su casa- llamarle por teléfono prácticamente todos los días. Ahora, de pronto, me viene el impulso –casi el reflejo- de coger el teléfono para llamarle. No lo hago, claro. pero me quedo mirando el teléfono (o él se me queda mirando a mí, no sé) y como que me parece que también él se ha muerto un poco.

En fin.

Hoy he tenido una mala (o no) mañana

Ayer fue el funeral de mi padre (el segundo, el que hicimos en la parroquia de su barrio). Y, en cuanto se acabó todo y se despidieron los amigos y se pasó el acelerón, todo volvió a ser negro, y el dragón volvió a mirarme fijo y a impedirme casi hasta respirar poniéndome la pata encima (los que sepan de depresión entenderán lo que quiero decir; los que no, no sabría explicárselo; y, en cualquier caso, nunca sé si escribo para mí o para otros).

Esta mañana, cuando me desperté, en Madrid estaba nevando. Y entonces supe que –entre el temblor y la nada- quería y podía hacer lo que tantas veces he querido y podido hacer: coger el coche e irme a la sierra, a Guadarrama, a “la montaña”. Y hacer las carreteras de siempre: entrar por Villalba, subir hasta el puerto de Navacerrada, seguir al de Cotos, bajar hasta Rascafría y subir al puerto de la Morcuera, para bajar a Miraflores y regresar a Madrid (ahora toca pedir disculpas a los que no conozcan Guadarrama).

Eran las 7 cuando me he metido en el coche. He puesto la radio. En el Carrefour de Las Rozas he parado a desayunar y, de paso, a comprar cadenas (no es que fueran a hacer falta, pero tarde o temprano tenía que comprarlas). Y, comprándolas, he visto un CD de “Celtas Cortos” recogiendo un directo suyo en Valladolid (“Nos vemos en los bares”, del 97). Ya tenía casi todas las canciones, pero siempre están bien los directos, y, además, yo a Celtas le paso lo que sea.

No he sabido bien por qué lo compraba. Y ese no saber por qué ya me tenía que haber dicho que la magia estaba haciendo una de sus jugadas. Pero eso lo he descubierto más tarde.

He llegado a la altura de “La Fonda Real”. Ese restaurante es la última salida que hizo mi padre, estas navidades pasadas, conmigo, mi hermano, mi cuñada y mi sobrina. Y es bastantes más cosas. Y, entre ellas, para mí es el lugar donde empieza la subida al puerto de Navacerrada, donde ya me siento en la montaña. He parado. Y, sin pensarlo, he puesto el CD de Celtas.

Y he arrancado. Y he empezado a subir. Y entrado en la montaña, en mi vieja Guadarrama. Y la primera canción del CD era esta (y ahora toca pedir disculpas a los que no sean capaces de poner música a estas letras):

Nacimos hace unos años en Pucela capital,
nos llamamos Celtas Cortos y empezamos a tocar.
Comenzó con mucho esfuerzo, siguió a base de currar,
si no acaba con nosotros daremos mucho que hablar.
Juntamos algún dinero pa vivir con dignidad,
nunca nos fueron los lujos, somos gente muy normal.
Conocemos mucha peña día y noche, sin parar;
entre tanto, algún amigo se nos ha quedao pa tras.
Y hasta hoy hemos llegado con ganas de luchar,
con ganas de ser mejores y cambiar la realidad.
Mantenemos ilusiones que no nos podrán parar,
los amigos, los amores, las ganas de disfrutar.
Seguiremos insistiendo en que el mundo hay que cambiar,
si siguen así las cosas la Tierra va a reventar.
Seguiremos haciendo amigos, enemigos siempre habrá;
para todos hay un sitio: el concierto va a empezar.

No. No nos podrán parar:
somos Celtas Cortos con ganas de luchar.
No. No nos podrán parar:
respirar es igual que tocar.
No. No nos podrán parar:
no solemos mirar hacia atrás.
No. No nos podrán parar:
vuestra fuerza nos hará caminar.

Y vinieron las lágrimas, claro. Y seguí camino, y paré un rato a tirar alguna foto aquí y allá. Y el CD siguió sonando. Y en el camino entre el puerto de Navacerrada y el de Cotos, con Castilla a mi izquierda tras el vértido de Valsaín, las laderas despeñadas de Bola a mi derecha, y enfrente la cima preñada de Dos Hermanas y el picachón de Peñalara, llegó otra canción:

20 de abril del 90.
Hola chata, ¿como estás?
¿Te sorprende que te escriba?
Tanto tiempo es normal.
Pues es que estaba aquí solo,
me había puesto a recordar,
me entro la melancolía,
y te tenia que hablar.

¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo?
Las risas que nos hacíamos antes todos juntos.
Hoy no queda casi nadie de los de antes.
Y los que hay han cambiado, han cambiado… ¡Sí!

Pero bueno, ¿tu que tal? di.
Lo mismo hasta tienes críos.
¿Que tal te va con el tío ese?
Espero sea divertido.
Yo, la verdad, como siempre,
sigo currando en lo mismo,
la música no me cansa,
pero me encuentro vacío.

¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo?
Las risas que nos hacíamos antes todos juntos.
Hoy no queda casi nadie de los de antes.
Y los que hay han cambiado, han cambiado… ¡Sí!

Bueno, pues ya me despido,
si te mola me contestas,
espero que mis palabras,
desordenen tu conciencia.
Pues nada chica, lo dicho:
hasta pronto si nos vemos.
yo sigo con mis canciones,
y tú sigues con tus sueños.

¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo?
Las risas que nos hacíamos antes todos juntos.
Hoy no queda casi nadie de los de antes.
Y los que hay han cambiado, han cambiado… ¡Sí!

Y tuve que parar. Y seguir sin entender nada. En menos de cinco años perdí, primero, a mi madre, y luego, a mi padre. Y también la salud.

Y quizá sea el dragón o quizá sea la realidad (¿el dragón no es real?), quién sabe, pero en ese tiempo pareciera (¿u ocurrió?) que perdí  a (casi) todos mis amigos y buena parte de mis sueños (podíamos haber sido felices, pero se quedó sólo en quererlo). Malos tiempos estos.

Y bajando hacia Rascafría (y, como en todos estos lugares, viendo en cada lugar y cada ráfaga de aire cien fantasmas, cien presencias, cien pudieron ser que uno u otros no quisieron que fueran), sonaba “Hacha de guerra”, que no tiene letra, pero que quien la conozca entenderá por qué me volvió a llenar de lágrimas.

Subí la Morcuera, rodeado de la nieve en medio del bosque. Y, casi al final, tras esos estremecedores llanos de la Morcuera, blancos y crudos, y jjusto tras coronar el puerto, cuando el morro del coche empezó a apuntar hacia abajo y los ojos se me preparaban para contemplar –allá al fondo, abajo- la llanada, apareció la niebla.

Apareció la niebla de golpe, cubriendo toda la ladera sur de Morcuera. No se veía nada. Frenar rápido, bajar la velocidad, rodar recordando las traicioneras curvas de este puerto. Y, de pronto, el CD que continúa diciendo lo que quiere decir:

A veces llega un momento en que
te haces viejo de repente,
sin arrugas en la frente
pero con ganas de morir.
Paseando por las calles
todo tiene igual color.
Siento que algo hecho en falta,
no se si será el amor.

Me despierto por la noches
entre una gran confusión,
es tal la melancolía
que está acabando conmigo.
Siento que me vuelvo loco
y me sumerjo en el alcohol,
las estrellas por la noche
han perdido su esplendor.

A veces llega un momento en que
te haces viejo de repente,
sin arrugas en la frente
pero con ganas de morir.
Paseando por las calles
todo tiene igual color.
Siento que algo hecho en falta,
no se si será el amor.

He buscado en los desiertos
de la tierra del dolor,
y no he hallado más respuesta
que espejismos de ilusión;
he hablado con las montañas
de la desesperación,
y su respuesta era sólo
el eco sordo de mi voz.

A veces llega un momento en que
te haces viejo de repente,
sin arrugas en la frente
pero con ganas de morir.
Paseando por las calles
todo tiene igual color.
Siento que algo hecho en falta,
no se si será el amor.

Lágrimas. Más lágrimas. No hay quién escriba sobre las lágrimas. Por eso sólo las digo y vale.

Ya de vuelta a Madrid, pasado Soto del Real, ha sonado la última canción del CD: “Cuéntame un cuento, y verás que contento me voy a la cama y tengo lindos sueños”. El cielo era menos gris, y en algunos puntos como que quería salir el sol. Cuéntame un cuento.

Hoy he tenido una mala mañana. O no.

Caray con Aragón :-)

Esta bitácora está alojada (hoy por hoy, a saber mañana) en InfoAragón por la muy pedreste pero práctica razón de que el alojamiento es gratuito.

Pero, curiosamente (iba a poner “casualmente”, pero –como dice Richard Bach- nada es azar) eso es un hecho más de los muchos que me relacionan con Aragón. Y eso que yo soy madrileño, vivo actualmente en Madrid (tran un amplio cilco castellano y montañés), y, en mi vida personal he tenido poco que ver con Aragón.

Y, aun así, parece como que Aragón me rodeara. Véase:

  • Una antepasada mía tenía el título de Duquesa de Alhama (Alhama de Aragón). Y es que, en siglos pasados, mi ascendencia vasca por rama materna llega hasta Aragón desde sus tierras natales vascas. Y añado como nota, para que nadie se llame a engaño, que por allí se quedó el título; es cierto que las familias de mis abuelos maternos eran “nobles” (¿?). Pero el matrimonio de mis abuelos no fue querido por sus familias, y fueron desheredados. Con lo que yo, descendiente de ese matrimonio, ya no tengo nada de noble 🙂
  • Mi madre y sus hermanas, aun nacidas en Madrid, pasaron parte de su infancia en Ateca.
  • Mi madre murió un 12 de octubre, día de la Pilarica. Curiosamente, en el pasillo de entrada a la iglesia del Valle de los Caídos, a un lado está la imagen de la Virgen del Pilar, y al otro, enfrente, la de una advocación de la Virgen que era, precisamente, el nombre de mi madre.
  • Una tía mía se llama Pilar.
  • Mi padre, combatiente en numerosos frentes en la Guerra Civil, luchó en varios lugares de Aragón. De hecho, hace un par de años, me pidió que le llevara a ver una zona determinada de la provincia de Teruel. Y llegó a reconocer, en medio de unos campos y cerca de Alfambra, el altozano donde defendió un nido de ametralladoras frente al avance de las tropas nacionales. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y hablaba con dolor de los muertos, “los suyos y los nuestros, qué más da, qué locura”.
  • De los muchos campamentos y la mucha montaña que he hecho en mi vida, recuerdo mucho uno en el que yo andaba por los 10 años y pico. Fui con mi padre, y era el Campamento Nacional anual de la que entonces se llamaba Federación Española de Montañismo. Fue en Benasque. O, para ser exactos, en Vallibierna, hasta donde se subía el material en mulos (hoy en día te sube un todo terreno). De lo mucho que tengo en la memoria (y en el corazón) de aquel campamento, recuerdo especialmente que en una marcha con mi padre vi… mi primer edelweiss, la flor de las cumbres. Hace poco, en el verano del 2002, de vacaciones con los amigos montañeando por el pirineo aragonés, volvimos a ver más edelweiis en Ordesa, muy cerca de la Cola de Caballo. Y, volviendo atrás, con los scouts tambiéne stuve en el Pirineo aragonés creo que en 1982, en el campamento de Ansó.
  • Cuatro días antes de morir mi padre el pasado 13 de marzo, me comentó que había visto en la tele un documental sobre las Bardenas, y que le había llamado la atención (como a tantos) la riqueza y variedad natural de esa comarca, que él pensaba que era sólo un desierto. Es lo que piensan tantos, también yo mismo hasta que –una relación más con Aragón- tuve en mi curso a un natural de Ejea de los Caballeros.
  • Y parecerá una tontería lo que voy a decir, pero el primer chiste que recuerdo haber aprendido y contado (de muy pequeño, y añadiendo que yo soy un absoluto negado para los chistes: ni los recuerdo, ni los cuento, y raras veces me río con los que cuentan), es el –supongo que famoso- chiste de aquel maño al que se le aparece la Pilarica y le pregunta que a dónde va. El maño contesta que a Zaragoza, y la Virgen le corrige diciéndole que será si Dios quiere. Pero el maño, cachirulo en la cabeza, dice que si quiere como si no quiere él va a Zaragoza. La Virgen decide aplicarle un correctivo y le tira a un charco que allí había. El maño se levanta y nuevamente la Virgen le pregunta que a dónde va. Y el maño que a Zaragoza. Y la Virgen que si Dios quiere. Y el maño que si quiere como si no quiere. Y otra vez al charco. Así tres o cuatro veces hasta que, al fin, totalmente empapado el maño, ante la nueva pregunta de la Pilarica de a dónde va, contesta tozudo: “A Zaragoza o al charco” (buf, si soy malo contando chistes no te digo nada escribiéndolos).
  • Y puestos a buscar más lazos aragoneses, habrá que anotar que estudié en Monteagudo y Marcilla, dos pueblos navarros. Pero quien sepa donde están entenderá que yo haya pasado muchos y largos y buenos ratos en la aragonesa Tarazona (Zaragoza).

Caray con Aragón.

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(actualizado el 8.2.23)

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En lo que se refiere a lo que yo, Mochilados, escribo o pongo en este blog (si pongo algo de otros, no puedo decidir sobre ellos, por supuesto), tú puedes: Continue reading

En la calle, codo a codo, somos mucho más que dos

Comienzo este blog sin tener excesiva idea de cómo se hace esto de escribir en un blog, o diario, o bitácora, o como se quiera llamar.

Y aún tengo menos idea de por qué me pongo a empezar este diario hoy, precisamente hoy, el martes 16 de marzo de 2004.

Y es que hoy, el 16 de marzo de 2004…

… hace 5 días que se masacró a más de 200 seres humanos -y, por tanto y para algunos entre los que em encuentro, hijos de Dios- en unos trenes de Madrid;
…y hace 4 días que fueron todas esas manifestaciones, incluida la que yo estuve, la de Madrid y su lluvia;
…y hace 3 días que murió mi padre; anteayer fue el largo -y, con todo, bello- día de tanatorio; ayer incineramos su cuerpo, que no su vida;
…y hace 2 días que fueron las elecciones generales, tan marcadas por lso atentados de Atocha y Entrevías, y en ellas sume mi voto;

Y justo hoy… empiezo esta bitácora. La empiezo con esas historias tan recientes. La empiezo con tantas y tantas otras historias -grandes y pequeñas, importantes o anecdóticas, de la humanidad o sólo de algunos humanos- que han estado ahí, en ese formidable camino que es la vida de los que viven (y sueñan, y mueren).

Yo qué sé.

Supongo que es por lo que dice el poema de Mario Benedetti, y que yo conocí cantado por Nacha Guevara:

«Y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos«.